lunes, 10 de octubre de 2011

II


Ningún haz de luz podía colarse ante tan poblada vegetación. Estaba en un bosque extraño y no recordaba cómo llegó ahí. Miró a su alrededor y vio unos árboles en su máximo esplendor, rebosantes de frutos de variados colores. Lo que contrastaba radicalmente con sus vecinos marchitos. De sus ramas colgaban cascabeles oxidados. Lo que le pareció ser un patético intento por aparentar los frutos de los primeros árboles. De igual modo una cosa tenían en común: era una vegetación falsa. Como si fuese de utilería. Aquel era, sin lugar a dudas, el bosque más grotesco en el que él había estado. Y sin embargo, sabía que ya había estado ahí anteriormente.
 -¿Hola? ¿Hay alguien por aquí?- preguntó al aire con las manos a los costados de su boca para amplificar el alcance de su voz. Sin embargo no recibió más respuesta que el estremecer de los arboles. Varias hojas, jóvenes y resecas, cayeron al mismo instante al compás de los cascabeles. Aquello le estremeció. Gritar no fue una buena idea.
De pronto, sintió unos ojos posarse sobre él. Miró con disimulo alrededor, pero no encontró más que el mismo escenario. No sabía dónde se encontraba exactamente, pero intuía que estaba detrás de él. Sentía, como si cualquier movimiento en falso pudiese gatillar la inminente emboscada. Sabía que si permanecía allí sería historia. De pronto, una brisa rozó su nuca. Si había una corriente de viento, seguramente habría un paso por donde el viento podía pasar y, si tenía suerte, él también. Pero debía ser ágil, de lo contrario perdería la ventaja. Simuló atarse sus zapatillas, constando la dureza del piso, que no era de tierra, sino que de greda reseca y de tono turquesa. Se incorporó en una fracción de segundo, para impulsar su primera zancada. La carrera había empezado.   
No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo, pero tenía la sensación de haber pasado por el mismo tramo más de una vez. Sus energías menguaban y su respiración se volvía entrecortada e irregular. Su estado físico no era el mejor, pero sabía que si se detenía sería comida de lo que fuera que le estaba persiguiendo.
El sonido del galopar de la bestia mantenía el mismo ritmo que en un comienzo. Y el jadeo que emitía no era propio del cansancio, sino que de la pura emoción. Parecía como si hubiese estado encerrado durante muchísimo tiempo.
Estaba empapado de sudor y sus extremidades estaban completamente agarrotadas. No había modo de que pudiese escapar si no encontraba una ruta alternativa. ¿Pero cómo hacerlo con una bestia literalmente comiéndole los talones? Instintivamente cambió la dirección de su carrera y notó al instante que un pasaje cubierto de espinos se abría ante él.
Atravesar la maraña de espinas fue trabajoso. Las espinas se incrustaron en su ropa y carne. Pudo ver un sendero en pendiente en frente de él. Un sudor frío –mezclado con sangre- recorrió su rostro. No podía detenerse así que emprendió la subida cojeando, pero aliviado por la aparente distancia que había ganado respecto del animal. 
Pronto notó que los arboles desaparecieron, como si de la nada atravesase otra escena, en la que subía por un estrecho paso rocoso. Ya no sentía el cansancio por la carrera emprendida pero aún así, el camino era irregular. Su mano se apoyaba en la pared de piedra, sin embargo sentía unas hendiduras afiladas. Notó que estaba plagado de diversos símbolos grabados de distintos estilos, esculpidos por distintas manos. Lamentablemente no pudo detenerse a examinarlos, pues un tétrico aullido inundó la montaña.
–¡Maldición! ¡¿Es que no se cansa?!- pensó quebrantado. Sin embargo la respuesta fue pronta y evidente. Sintió el peso del juicio de aquellos ojos ámbar. La bestia se encontraba enfrente de él. Por primera vez pudo verlo de frente y le pareció que su persecutor tenía la masa de un enorme oso pero con rasgos predominantemente caninos. Gallardo, pese su raído pelaje oscuro con breves destellos azulinos, la criatura se quedó fija ante él. Se produjo un silencio entre ambos, como si la bestia midiese cada uno de los aspectos de su alma. Era extraño, pero si fuese un creyente, juraría que lo conoció en una de sus vidas pasadas. Finalmente la criatura terminó su juicio y profirió un largo gruñido, como si el aire lograse colarse forzosamente por sus colmillos. Finalmente dejó escapar un ladrido que sonó a mandato.
Se dio vuelta para contemplar un abismante panorama. Quedó enfrente de un precipicio. Una suave brisa se hizo presente. Era agradable y sugerente. Casi intoxicante. Le acariciaba la espalda y le empujaba suavemente para impulsar un primer último paso. Ya nada podía hacer. Notaba cómo aquel risco se alejaba rápidamente de él. Mientras caía aceleradamente, un aullido se ahogaba poco a poco.

domingo, 9 de octubre de 2011

I


Un teléfono protestaba insistentemente sobre el elegante escritorio de caoba de diseño moderno. El incesante timbre era tal que invadió la hermética y oscura oficina. Pareciese ser una llamada completamente inadecuada para ser las 2 de la madrugada, sin embargo aquella, distaba mucho de ser una noche normal.
Aquella pulcra oficina de gerencia había sido adquirida después de constantes desvelos, cúmulos de horas extras coleccionadas y una procesión de cumpleaños perdidos. En un par de horas, el señor Jiménez podría perder aquello que tantos años le costase conquistar: su más reciente asenso como gerente de marketing de unas oficinas de seguros en Santiago Centro. Unos cubos de hielo tintineaban al chocar entre sí, desde el vaso que sostenía su mano izquierda. Mientras que su temblorosa diestra levantaba el auricular. 
–¿Y… y  bien? –Preguntó  con el poco aire que el nudo en su garganta le permitió botar.
–Señor, tiene casi todos los huesos rotos y una hemorragia interna en su cabeza- sentenció una voz ronca que salía del aparato- en estos momentos fue ingresado a cirugía. Los médicos dijeron que el sólo hecho de que haya llegado vivo es un milagro de por sí.
-Esperemos que el hueoncito tenga más suerte- dijo  con inquietud el gerente mientras miraba con incertidumbre las incontables luces que cubrían el skyline nocturno santiaguino. Para su fortuna, habían logrado reaccionar a tiempo. Llamaron inmediatamente a la ambulancia y retiraron el automóvil sobre el cual anidaba el cuerpo.
Definitivamente la suerte jamás estaría desprovista de ironía, pues si se sabía que un funcionario de una corredora de seguros se suicidó en las mismas instalaciones, la imagen de la empresa se vería seriamente dañada. Más aún en la nueva campaña publicitaria, que con tanto esmero había supervisado el señor Jiménez. Sin embargo, si se sabía que un funcionario falleció en sus oficinas, correrían cabezas… La suya para ser exactos. Su única esperanza era que el infeliz sobreviviese para poder mantener lo ocurrido bajo control.
–¿Señor?- preguntó la voz del otro lado del auricular para asegurarse que lo dicho hubiese sido entendido.
–Si…-balbuceó el gerente saliendo de su ensimismamiento. Calculaba las posibilidades de escapar a tan lapidario destino.
–Según tengo informado, el trabajador se llama Marcos Moreno, y recientemente se había enviudado por un accidente de tránsito y según corre el rumor… ¡Ja! Motivos suficientes como para considerar suicidarse, pero, la compañía podría desligarse, aduciendo que eran motivos personales y que…
–¡El infeliz saltó desde nuestras oficinas! ¡Ese hecho no puede ocultarse si el cabrón estira la pata!- gritó el hombre de gerencia rompiendo la aparente calma que había logrado proyectar tras el silencio. Estaba prácticamente ofuscado.
Dio un par de vueltas por la oficina, como si caminar sobre la alfombra aterciopelada le ayudase para cuajar las ideas. Finalmente se detuvo y tomó un sorbo de su acabado whisky.
–Quédate y mantenme informado y que ni se te ocurra hablar de ello- gruñó el señor Jiménez, quien, sin esperar una respuesta, apagó el teléfono. El hecho de que el desgraciado siguiese con vida debiese abrirle la pequeña e ilusa esperanza de que su futuro no se escapase de sus manos como el auricular que hace unos momentos empuñase. Pero al fin y al cabo, no podía valerse de una ilusa esperanza.     
–¡¡¡Por la chuucha!!!- se escuchó del solitario noveno piso.
La trayectoria del vaso cruzó por la habitación, dejando caer un par de hielos al piso, antes de estrellarse contra el reloj que marcaba las 2:53 de la madrugada. Incontables esquirlas traslucidas se precipitaban sobre el alfombrado piso de la oficina del señor Jiménez.